Hace once años, en Montevideo, yo estaba esperando
a Florencia en la puerta de la casa. Ella era muy chica; caminaba como un
osito. Yo la veía poco. Me quedaba en el diario hasta cualquier hora y por las
mañanas trabajaba en la Universidad. Poco sabía de ella. La besaba dormida, a
veces le llevaba chocolatines o juguetes.
La madre no estaba aquella tarde, y yo esperaba en
la puerta de la casa el ómnibus que traía a Florencia de la jardinería.
Llegó muy triste. No hablaba. En el ascensor hacía
pucheros. Después dejó que la leche se enfriara en el tazón. Miraba el piso.
La senté en mis rodillas y le pedí que me contara.
Ella negó con la cabeza. La acaricié, la besé en la frente. Se le escapó alguna
lágrima. Con el pañuelo le sequé la cara y la soné. Entonces volví a pedirle:
- Andá, decime.
Me contó que su mejor amiga le había dicho que no
la quería.
Lloramos juntos, no sé cuánto tiempo, abrazados los
dos, ahí en la silla.
Yo sentía las lastimaduras que Florencia iba a
sufrir a lo largo de los años y hubiera querido que Dios existiera y no fuera
sordo, para poder rogarle que me diera todo el dolor que le tenía reservado.
Días y noches de amor y de guerra
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