jueves, noviembre 25, 2010

"Al centro de la injusticia".

"Chile limita al norte con el Perú
y con el Cabo de Hornos limita al sur,
se eleva en el oriente la cordillera
y en el oeste luce la costanera.
Al medio están los valles con sus verdores
donde se multiplican los pobladores,
cada familia tiene muchos chiquillos
con su miseria viven en conventillos.
Claro que algunos viven acomodados,
pero eso con la sangre del degollado.
Delante del escudo más arrogante
la agricultura tiene su interrogante.
La papa nos la venden naciones varias
cuando del sur de Chile es originaria.
Delante del emblema de tres colores
la minería tiene muchos bemoles.
El minero produce buenos dineros,
pero para el bolsillo del extranjero;
exuberante industria donde laboran
por unos cuantos reales muchas señoras
y así tienen que hacerlo porque al marido
la paga no le alcanza pal mes corrido.
Pa no sentir la aguja de este dolor
en la noche estrellada dejo mi voz.
Linda se ve la patria señor turista,
pero no le han mostrado las callampitas.
Mientras gastan millones en un momento,
de hambre se muere gente que es un portento.
Mucho dinero en parques municipales
y la miseria es grande en los hospitales.
Al medio de Alameda de las Delicias,
Chile limita al centro de la injusticia."

Violeta Parra - Isabel Parra.

miércoles, noviembre 24, 2010

No son teorías conspiratorias: Wendell Potter, ex empleado de CIGNA e informante, pide disculpas a Michael Moore por la campaña de desprestigio

Rebelión/Democracy Now!

El pasado  lunes 22 de noviembre el programa Countdown de la cadena NBC, dirigido por el periodista progresista Keith Oberman ofreció una entrevista con Michael Moore y Wendell Potter. En una escena sin precedentes en la televisión nacional estadounidense, Wendell, ex-director de comunicación empresarial del gigante de seguros de salud CIGNA, pidió disculpas a Michael Moore por la campaña de difamación que dirigió cuando se estrenó la película Sicko sobre los efectos de las aseguradoras médicas privadas en Estados Unidos. Potter explicó que antes de que saliera la película las aseguradoras médicas privadas prepararon una campaña dirigida a desprestigiar la persona y el trabajo de Michael Moore. El miedo de las aseguradoras: que la película desencadenara un potente movimiento social en favor de la aprobación del seguro médico público universal. En las reuniones internas, ejecutivos de estas compañías llegaron a amenazar con tirarlo por un barranco si tal cosa sucedía.

Como parte de su trabajo Potter fue a varias presentaciones de la película y se presentó con su hijo en la premiére del documental en el pueblo de Michael Moore. Como prueba del viaje Potter incluyó una foto de aquella presentación en su blog. El trabajo de Potter consistía en investigar las películas de Moore, su vida, la vida de su familia y los posibles ángulos de ataque que después fueron reproducidos por la mayoría de los medios para disuadir al público estadounidense de ver la película de Moore. El ataque consistía en repetir que los datos en la película eran incorrectos y que Moore era un director anti-estadounidense que quería imponer el comunismo en Estados Unidos. Los argumento de CIGNA han sido utilizados incluso por George W. Bush en su reciente libro de memorias.

Michael Moore visiblemente conmocionado por la noticia, aceptó las disculpas, pero añadió “creo que ambos sabemos que esto va mucho más allá de lo que se hizo conmigo o contra la película”. Moore dijo que la industria estaba dispuesta a gastar cientos de miles de dólares en un intento de “frenar una película” porque temían que la misma “pudiera desatar un levantamiento populista” contra, según sus palabras, “un sistema enfermo que permitiría que las empresas se lucren a nuestra costa cuando nos enfermamos”. Moore también preguntó a Potter qué sentía sabiendo que estaba mintiendo abiertamente para proteger los intereses de las compañías de seguros. Potter respondió que no podía vivir tranquilo y que por eso decidió confesarlo todo. Moore respondió que se alegraba de tal cambió de actitud porque las aseguradoras son responsables de la muerte millones de personas en el país. Potter aceptó esta tesis y añadió que la mayoria de la información de Sicko era correcta.

Para los que todavía piensan que las campañas de difamación son puras teorías conspiratorias éste es un momento de verdad. Fuera de Estados Unidos esto puede parecer una verdad banal, pero una declaración de este tipo en la televisión nacional es realmente significativa.

Entrevista completa: http://www.democracynow.org/2010/11/23/the_fear_of_sicko_cigna_whistleblower
rCR

viernes, noviembre 19, 2010

Trofeos de Guerra. Las crónicas de Vargas Llosa en Iraq.

(Del libro “Crímenes de guerra” publicado por el Comité de Solidaridad con la Causa Arabe y que incluye el informe de los brigadistas sobre víctimas civiles, Madrid 2003).


A veces las cosas son tan sencillas que uno se deja llevar por el desánimo; son tan sencillas y funcionan con tan pocos elementos que no hay forma de cambiarlas. Lo más terrible que puede decirse de las relaciones de dominio -conyugales, económicas o coloniales- es que simplifican enormemente el universo mental de los implicados, reducido a las dos evidencias redondas que acompañan y legitiman desde hace miles de años el triunfo de la fuerza: la superioridad de los vencedores y la inferioridad de los vencidos. Un poco por pedantería y un poco por superstición -con la esperanza de aumentar la fragilidad de la trama al exagerar su complejidad- he buscado durante mucho tiempo acercamientos más difíciles, más ramificados, más elaborados. Pero me rindo. Todo es tan sencillo que sobrevivirá, tan plano que no caerá: cada uno de los gestos de eso que llamamos Occidente, cada uno de sus parloteos y parlamentos, sus juguetes, sus depresiones, sus periódicos, sus cestas de la compra, sus valores, cada uno de sus adornos de Navidad y cada uno de sus electrodomésticos, presupone y refuerza el más simple y tranquilo desprecio por el otro; el más bondadoso, amable, ingenioso y correcto desprecio por los demás; la más dulce, inteligente y moderada negación del prójimo. No se puede dominar al otro sin violencia; no se le puede violentar sin despreciarlo; pero los podemos despreciar tan cargados de razón, tan henchidos de humanidad y de moral que acabamos ironizando sobre nuestras víctimas, perfeccionándonos con su dolor y afilando nuestra capacidad de amar en sus muñones. El etnocentrismo es uno de los mecanismos de producción de identidad más primitivos de la historia; pero es la primera vez que una pequeña tribu de un remoto rincón de la tierra -que hoy representa a menos de la quinta parte de la humanidad- reúne la suficiente fuerza y aplica la bastante violencia como para imponer al resto del mundo su visión cerrada y sus costumbres particulares; tanta fuerza y tanta violencia, tan extendida, tan sin fronteras, que esa visión cerrada ha acabado por parecernos abierta y esas costumbres particulares han acabado por parecernos universales.

En este verano del 2003 en el que escribo estas líneas, la resistencia frente a la ocupación estadounidense aumenta en Iraq mientras disminuye en el resto del mundo. Y el simple y tranquilo desprecio de los otros vuelve a apoderarse de españoles y europeos, como el sueño de la siesta, abanicado por hazañas deportivas y ronroneos de famosos en cueros y alcaldes en camisón.

A mediados de julio oigo en la televisión de un bar la noticia del verano: un grupo de indeseables, entre los que se encuentran "algunos inmigrantes", ha sido sorprendido haciendo fotografías a mujeres que tomaban el sol o se cambiaban de ropa en playas, vestuarios y piscinas públicas de Alemania. La justa cólera de las afectadas ha sido amplificada por la lógica solidaridad de la sociedad alemana y occidental, cuyo escándalo frente a esta operación de voyeurismo no consentido, intolerable agresión a la libertad individual, ha repercutido en toda una serie de comentarios e indignaciones mediáticas contra estos ladrones de imágenes cuya identidad cultural -se sobreentendía- no era ajena a su comportamiento irespetuoso.

El lunes 4 de agosto leo en El País la crónica mandada por Mario Vargas Llosa desde Iraq. En ella nos cuenta con indisimulable admiración que su hija Morgana, desatendiendo sus consejos y provista de una abbaya , entró con él en la mezquita de Ali, en Nayaf, uno de los lugares santos del chiismo, y se puso a hacer fotografías. Entonces "un exaltado creyente" que allí rezaba se sintió incomprensiblemente ofendido y "le lanzó un manazo a la cara, que la cámara atajó". ¿Qué ocurrió después? "El guardaespaldas que la acompañaba se llevó las manos a la cabeza, indignado con esa manifestación de obscurantismo" al tiempo que "varias personas del entorno contuvieron y apartaron al agresor". Conclusión lógica del escritor: "las virtudes democráticas de la tolerancia, de la coexistencia en la diversidad, parecen ajenas a estos pagos". (Los subrayados, que son míos, dejan bien claro que uno es siempre más que varios cuando se trata de retratar la verdadera idiosincrasia de un pueblo).

Al parecer los ladrones de imágenes de Alemania, entre los que había -insisto- "algunos inmigrantes musulmanes", no querían las fotografías para consumo privado sino para su explotación pública y comercial en internet, lo que sin duda subraya el carácter abyecto de su delito. ¡Qué bonito, en cambio, el reportaje fotográfico firmado por Morgana Vargas Llosa y publicado a todo color en el dominical de El País del 27 de julio, como anuncio y anticipo del "diario de Iraq" excogitado sobre el terreno por su padre y del que hemos extraído el pasaje anterior! El propio escritor había redactado las leyendas y al pie de estas imágenes de niñas, tenderos y funcionarios bagdadíes sorprendidos en sus actividades cotidianas, figuraban textos entrecomillados, como si se tratase de las declaraciones personales de los fotografíados, pero cuyos nombres y pensamientos se había inventado -según advertía discretamente la entradilla- el genio fértil del peruano.

Es ésta la universal moral de nuestra tribu: son siempre ellos -aquí o allí- los que faltan al respeto y se propasan, los intolerantes, exaltados, agresores y abusones. Lo normal es que nosotros no aceptemos que nos fotografíen en nuestras playas o nuestras iglesias y que ellos acepten ser fotografiados en todas partes: mientras rezan, mientras trabajan o mientras se mueren. Lo normal es que nosotros protejamos nuestras costas de la "invasión" de los inmigrantes y que invadamos sus países con nuestros tanques o nuestros mercachifles. Lo normal es que los marroquíes se adapten en España a nuestra cultura y que los españoles en Marruecos vivan en fortalezas de lujo y clubes exclusivos donde pueden seguir comiendo tortilla de patata y consumiendo espárragos de la península. Lo normal es que, protegidos por guardaespaldas, disparemos nuestras cámaras (o nuestros cañones) y los iraquíes sean los "agresores". Lo normal es que defendamos nuestra "imagen" con uñas y abogados mientras a ellos les robamos no sólo su vida y su riqueza sino también su cara, su nombre y sus pensamientos. Lo normal es que nos preocupe mucho que nuestros políticos roben nuestro dinero y muy poco o nada que maten a extranjeros. Y lo lógico, con este concepto de normalidad, es que interpretemos la resistencia de los pobres y los vencidos a ser fotografiados (o esquilmados y asesinados) en clave cultural, como una superstición relacionada con el alma o como la natural renuencia de su religión, inscrita en las aleyas del Corán, a la democracia y la civilización. ¿No podría ocurrir que estos iraquíes fuesen en realidad como nosotros y no les gustase esta intromisión en su vida privada y en su libertad individual? No. Esto sería aceptar rebajarnos a la altura de aquellos a los que robamos, degradarnos al rango de los que matamos y, en definitiva, equipararnos a aquellos que despreciamos. Lo que a nosotros no nos gusta que nos hagan, debe gustarles a ellos porque se lo hacemos nosotros. El "escándalo" de Vargas Llosa ante la "agresión" sufrida por su hija demuestra el mismo simple y tranquilo desprecio por los otros que la indignación de los marines sorprendidos de que sus tanques Abram fuesen recibidos por disparos y no por vítores en su avance por el desierto iraquí. Los disparos y las fotografías deben ser unilaterales para que sean racionales; y si bombardeamos dulcemente sus ciudades, mutilamos con cariño a sus niños, nos quedamos honestamente con su petróleo, saqueamos desinteresadamente sus museos, les dejamos caritativamente sin electricidad ni agua, allanamos educadamente sus casas y luego vamos, acompañados de guardaespaldas, a fotografiar respetuosamente sus primitivos ritos, entonces el manotazo de "un exaltado" es, por contraste, irracional, fanático e incivilizado.

Vargas Llosa quiere que admiremos la proeza de su hija y nos indignemos ante la intolerancia de su "agresor". Hay algo enternecedor en este orgullo paterno ante el carácter díscolo de una hija a la que no importa poner en peligro su vida con tal de poder despreciar la de los otros. La traviesilla, en compañía de su amiga Marta y de un matón, en alas de la aventura, "se mete a la mezquita ¡haciéndose pasar por una musulmana afgana!". Todo el que haya visitado Iraq (o cualquier otro país árabe) sabe de la ridícula consistencia de esta escena, orientada al mismo tiempo a alimentar los prejuicios de los ignaros, con esta visión exótica y "medieval" del país, y a excitar literariamente su paternidad engallada. Pero hay algo también enternecedor en la ingenuidad letrada con la que Vargas Llosa -al que hay que reconocer al menos sus lecturas- evoca sin citarla, en la hazaña de la hija bravía, la aventura de Robert Burton, el genial espía del imperio británico, excelente escritor y notable antropólogo, que a mediados del siglo XIX logró peregrinar hasta la Meca disfrazado de hakim afgano. Conmueve, sí, esta asimilación abusiva, fuera de toda proporción, entre una niña ignorante a la que habría que dar una buena azotaina (no por su temeridad, no, sino por su descortesía de niña mimada) y un extraordinario y versátil aventurero con el que sólo comparte la misma visión imperialista, un hombre que dominaba la lengua árabe y conocía las costumbres musulmanas hasta el punto de hacerse pasar sin sospechas durante meses por un médico pashtun. A un padre enamorado se le perdona todo. ¿No nos gusta ver a nuestros niños reír, aunque para ello tengan que destripar alguna que otra rana? ¿Y no nos indignaría que el jardinero les regañara? Pero este "enternecimiento", como la propia inspiración literaria de Vargas Llosa (que recupera así la más rancia tradición del orientalismo de los imperios coloniales decimonónicos), implica el desprecio espontáneo del otro, al que sólo se ve como ocasión o pretexto para subrayar las propias virtudes, militares o literarias. Es la moral universal de nuestra tribu: nuestra virtud, nuestro talento, nuestra reputación se forjan contra la salud, el bienestar y la vida de los forasteros. Es básicamente un problema de educación, de ese mínimo de reconocimiento de la existencia ajena cuyo último refugio es la cortesía. Yo no lo habría hecho así. Si sorprendiese a mi hija fotografiando cuerpos desnudos en una playa, le diría algunas palabras muy duras y le confiscaría la cámara durante unas horas; si sorprendiese a mi hija -yo, que soy también ateo, como Vargas Llosa- fotografiando a hombres que rezan en una iglesia donde está expresamente prohibida la presencia de cámaras, durante una misa o un funeral y en otro país, y eso después de una sangrienta invasión extranjera, le daría unos buenos azotes, le obligaría a pedir disculpas, uno por uno, a todos los presentes y luego la mandaría de nuevo a la Universidad a estudiar algo en serio. Y si uno de los orantes diese un manotazo a su cámara y varios acudiesen a defendernos, yo comprendería la reacción del primero y mostraría mi agradecimiento a los segundos y no tendría más remedio que reconocer, muy a mi pesar, que la mayoría de los cristianos de ese país pertenecen a la clase de gente más tolerante, generosa y civilizada del planeta.

Vargas Llosa, que no viajó al Iraq supliciado por el embargo, viaja en este verano del 2003 al amparo de los tanques estadounidenses. Su pluma no es más que un instrumento ancilar de la invasión y la cámara de Morgana sólo la extensión natural de los misiles y los cañones. El derecho a entrar en la mezquita de Ali, a pasearse desenvueltamente por los lugares santos del chiismo y fotografiar a sus fieles no es el derecho de la civilización, la razón y la tolerancia; ni siquiera el derecho de la hospitalidad otorgado por un anfitrión reconocido; es el derecho del ocupante. Vargas Llosa está ocupando Irak con el ejército estadounidense, y su derecho es el derecho de conquista. Está tratando a los iraquíes como vencidos , con la simple y tranquila naturalidad de un cónsul romano que no distingue, entre las riquezas de su botín, hombres, jarrones y sextercios de oro. Lo entiende todo, con su refinada inteligencia, salvo que no guste su presencia allí. Para entender eso tendría que ser capaz de retroceder más acá de sus planas evidencias tribales y reconocer la existencia de los iraquíes, concederles una normal y universal humanidad, representarse sus sufrimientos y pedirles perdón por haber llegado demasiado tarde. El prefiere pensar que el "botín" se merece lo que le pasa y que hay algo en esas criaturas intrínsecamente incompatible con el cartesianismo, la tolerancia y la democracia.

Las crónicas de Vargas Llosa merecerían un detallado examen, como expresión culta, exhaustiva y depurada del tranquilo y virtuoso desprecio por el otro propio de nuestra cultura; inconscientes o premeditados, se traman ahí todos los prejuicios, los tópicos, las medias verdades, las generalizaciones, las leyendas, los datos de oídas, los pintoresquismos, el repertorio completo de la literatura colonial que vuelve, al parecer, con el propio colonialismo. Pero Vargas Llosa sólo me interesa como ejemplo privilegiado y para ilustrar con este pasaje la cuestión crucial de las "imágenes", que es la cuestión misma del dominio en una época marcada más que ninguna otra -con su refrendo tecnológico- por la desigualdad de la mirada.

La inquietante posibilidad técnica de liberar la imagen de un cuerpo y reproducirla ilimitadamente hace que por primera vez la explotación capitalista no se centre sólo en el eje físico del cuerpo. La fotografía ha exteriorizado el "alma", que a partir de ese momento se convierte, al alcance de la mano, en una mercancía, un objeto de disputa y una fuente de riqueza inagotable. También, claro, en un instrumento de dominio. El mercado medieval de las reliquias religiosas y el espectáculo de los triunfos romanos anticiparon de algún modo, limitados por su carácter metonímico, esta batalla por las "imágenes" que la técnica ha liberado definitivamente en los vastos espacios del comercio y la jerarquía. La iglesia o el príncipe medievales se tenían que conformar con comprar y vender una parte del cuerpo de un santo; los clubs de fútbol y las grandes multinacionales pueden hoy comprar y vender millones de veces el cuerpo entero -y todas sus gestos y posturas- de una estrella del balón. El cónsul romano tenía que conformarse con exhibir algunos signos de su victoria -los tesoros o los ropajes del rey derrotado-; hoy los gobiernos y los periódicos pueden exhibir ininterrumpidamente la genuflexión de los vencidos.

En nuestros días un hombre tiene que cuidar de su cuerpo y de su doble. Hay dos clases de personas: aquéllas que pueden vender su imagen, como el esclavo Beckham, que es menos dueño de sí mismo que un negro en una plantación, porque ha renunciado también a los derechos sobre su alma; y aquéllos a los que roban su imagen después de robarles todo lo demás. Aquellos que venden su imagen se convierten en "marcas" (humanos marcados, como las reses, con el fuego de un logotipo). Aquellos a los que roban su imagen se convierten en "trofeos". Es verdad que sigue existiendo el concepto clásico, romano, del trofeo: los soldados estadounidenses, por ejemplo, subastan en internet (cruce elocuente de barbarie antigua y tecnología moderna) banderas, uniformes y cuchillos que arrebataron a los iraquíes inclinándose cuidadosamente sobre sus cadáveres. Pero el trofeo ahora es una ley, un modelo, una costumbre del ojo. Alain Gresh reproduce las declaraciones de un argelino tras el 11-S: "Es extraordinario, por primera vez somos nosotros los que estamos a este lado de la pantalla y ellos al otro. Habitualmente, son ellos los que nos ven morir en la televisión". Sería un magro y cruel consuelo, pero no es cierto. Porque desgraciadamente nunca hay equilibrio. Nuestra tribu protege tan bien a sus muertos como desprecia los de los demás. Nunca vimos las víctimas calcinadas, derretidas, descompuestas de las Torres Gemelas; nunca fueron trofeos. En un doble movimiento indisociable, nos ocultaron sus imágenes y nos dieron sus nombres para que conservaran su identidad humana y no pudieran ser tratados como objetos. Las de los iraquíes, en cambio, se exhiben porque son, han sido siempre trofeos, imágenes desprovistas de nombre o dotadas a lo sumo de uno arquetípico, como en el reportaje de Morgana y Mario Vargas Llosa. Trofeos militares, sí, pero sobre todo trofeos culturales, trofeos literarios, trofeos estéticos, trofeos -en suma- de nuestra superioridad natural. El triunfo a la romana, limitado en el tiempo y en el espacio, ha sido sustituido por este triunfo a la moderna en el que la tecnología, al servicio de los vencedores, permite poner ante nuestra vista permanentemente -y que aceptemos como un hecho natural- nuestra permanente victoria y la permanente derrota de los demás. Las crónicas de Vargas LLosa son sólo una muestra señera de una industria de la percepción que reduce a los iraquíes -a los pobres, a los sometidos, a los vencidos de todo el mundo- a la condición de trofeos eternos de nuestro majestuoso desprecio de los otros. Los fotografíados, los despojados de su imagen, los que no pueden proteger su cara -wuiyh en árabe, sinónimo de "dignidad"- son siempre los mismos: aquellos que están tan completamente a nuestra merced que lo mismo podemos descerrajarles un tiro que concederles una limosna. En nuestra tribu lo primero no es pecado y lo segundo es, por supuesto, admirado y elogiado; lo primero no nos hace sentir mal y lo segundo nos hace sentir muy buenos.

Soy un iconoclasta. Los iconoclastas creían que el poder de Dios no podía quedar contenido y limitado en ninguna imagen material. Yo creo que la imagen del hombre no puede ser reproducida y explotada sin limitar su libertad. El primer día de bombardeos sobre Bagdad, el 19 de marzo del 2003, hice voto de pobreza visual y decidí -hasta el momento de la victoria sobre el capitalismo- renunciar a todas las imágenes en una sociedad que, como escribía Walter Benjamin hace ya sesenta años, "ha convertido no sólo la miseria, sino incluso la lucha contra la miseria, en un objeto de consumo". Los efectos colaterales de la satisfacción estética son desgraciadamente los mismos que los de la ambición económica y territorial, el beneficio empresarial y el expansionismo colonial: miles de niños muertos, mutilados, abandonados, despreciados.

Pero -lo confieso- he visto una fotografía, una sola, porque a veces una imagen robada proporciona sobre todo la imagen del robo mismo. Es la foto de un padre y una hija (como lo son Mario Vargas Llosa y Morgana) heridos en una misma camilla. Como trofeos que son, no sabemos sus nombres y por eso casi ni podemos imaginar que tengan amigos o parientes que, al ver esa imagen, los reconozcan; se tiene la sensación de que han sido creados por la misma bomba que los ha hecho saltar por los aires y los ha puesto delante del objetivo. Y aún así impresionan, hieren, sacuden la conciencia. El es un hombre enjuto, menudo, de mediana edad, mal afeitado; abraza a su hija ensangrentada por detrás de la cabeza, como en un instintivo e inútil gesto de protección que hubiese sobrevivido -quizás la única cosa- al bombardeo. Lo terrible, lo monstruoso, lo que no podemos soportar es que él está llorando; está llorando como sólo los hombres lo hacen, aparatosamente, como una criatura, desarmado, desamparado, sin nada ya en que apoyarse para sentir vergüenza. Y lo terrible es que inmediatamente comprendemos por qué. No llora por el dolor de sus heridas, ni siquiera por el dolor mucho más importante del de su niña tronchada junto a su costado. Llora porque ha decepcionado la confianza de su hija, que lo creía fuerte y poderoso y que a su lado se sentía a cubierto de todo mal. Llora porque ese rayo del cielo ha revelado su secreto y expuesto a la luz del día su fracaso: ahora su hija sabe que es un hombre pequeño, vulnerable, insuficiente; que su amor es más débil que las esquirlas de un misil; que su brazo y su palabra no pueden salvarla de todos los peligros de este mundo. LLora y llora sin consuelo porque él es diminuto y su niña, de pronto, se ha hecho mayor. El máximo poder, la máxima seguridad de este mundo, la paternidad, ha sido derribada como un palillo por una bola de fuego -y una voluntad de juego. Una fuerza capaz de destruir esto tiene que ser necesariamente muy grande; pero una fuerza más grande que el amor y la confianza -en nuestra tribu y por todas partes- sólo puede ser un pecado.

De este lado del mundo, hace ya mucho tiempo que no confiamos en la paternidad y por eso nos creemos -y creemos a nuestros hijos- completamente invulnerables. Creemos, más bien, en esa fuerza de destrucción (bolas de fuego y voluntad de juego) y en nuestro simple y tranquilo desprecio del otro. Después de todo, nosotros seguimos a este lado de la pantalla de televisión. ¿Es esto realismo?

A un hombre se le roba su tierra, su casa, su familia, su fuerza, su salud y luego se le roba también su imagen. Se convierte así en un trofeo. Y cuando se le ha convertido en un trofeo mediante esta sustracción de cualidades; cuando ha sido limado, serrado, aislado y reducido a un despojo; cuando ya no tiene nada con qué defenderse, ni siquiera un lenguaje, entonces podemos quizás apiadarnos de él y hasta proporcionarle algunos cuidados. En nuestra tribu a esto le llamamos humanitarismo. Iraq ha sido devastado por los estadounidenses, sus niños bombardeados desde el aire por los estadounidenses, sus centrales eléctricas y potabilizadoras destruidas por los estadounidenses, su patrimonio artístico saqueado por los estadounidenses, muchos de sus hombres encerrados y torturados por los estadounidenses y su petróleo les ha sido arrebatado por los estadounidenses, pero afortunadamente a continuación llegaron los estadounidenses y empezaron a repartirles botellas de agua mineral. ¿Deberían sentirse orgullosos? El capitán Kevin Brown dirige la operación de distribución de salarios a ex-militares iraquíes en la calle A-Zaura de Bagdad y lo hace sin dejarse llevar por el rencor y refrenando al mismo tiempo la tentación de sentirse bueno: "No siento nada por ayudar a los que nos disparaban hace unos meses". Es la frase muy coherente de un invasor. El se limita a cumplir con sus deberes de criminal, con arreglo al nuevo código moral de nuestra tribu: matad, robad, humillad, pero acordados siempre de dejar una muleta y un dólar, aunque vuestros beneficiarios no os lo agradezcan. "Haz el bien y no mires a quién"; es decir, haz el bien incluso -incluso- a los que has matado de sed, de hambre, por enfermedad o por arma de fuego. Haz el bien incluso a tus víctimas. Este es el gran abismo moral que media entre el capitán Kevin Brown y esos a los que llamamos "terroristas" con un criterio más bien borroso para designar, sobre todo, su común falta de humanitarismo. Porque si, después de un atentado, los "terroristas" dejasen como regalo en el cuerpo de sus víctimas un billete de lotería para la familia o un vale para un gabinete psicológico, entonces Aznar y Bush los apreciarían tanto como a los marines, aunque siguiesen operando a mucha más pequeña escala y produciendo muchos menos muertos. ¿O no?

Lo cierto es que la desaparición definitiva del espacio político tras el 11-S -con esa proliferación de leyes liberticidas en todo el planeta- ha simplificado enormemente el universo mental de nuestra tribu y la práctica de nuestros gobernantes. Todo es ya sólo cuestión de "terrorismo" o de "humanitarismo", dos conceptos gemelos, nacidos de una misma raíz y que comparten el mismo suelo ontológico: sólo se puede tratar de dos maneras a aquéllos a los que se ha negado incluso la voz y que apenas si pueden defenderse: o el exterminio o la limosna, al arbitrio de las estrategias puntuales de los partidos y los ejércitos. La gran operación "anti-terrorista" y la gran operación "humanitarista", gestionadas por las mismas fuerzas militares, presuponen la misma consideración acerca de sus víctimas-beneficiarios. Un hombre es un "terrorista" -y es ese vacío lo que nombra la palabra- en la medida en que se le priva de su condición política, en que se le despoja de toda capacidad para negociar, en que no se le reconoce ni siquiera el estatuto de "enemigo"; en la medida, pues, en que se le trata como a un inasimilable universal , fuera de los límites de la humanidad, un otro absoluto con el que no puede haber ninguna clase de diálogo y contra el que todo está permitido (incluso al margen del derecho, como en el caso de los así llamados "asesinatos selectivos" practicados por Israel y EEUU). Pero lo mismo ocurre con el "humanitarismo": sólo cuando a un hombre se le ha despojado de su casa, de su familia, de su tierra, incluso de su pasaporte, sólo cuando se le ha privado de todo aquello que le identifica como "humano" -según esa paradoja que ya señaló Hannah Arendt-, se invocan para él los derechos humanos. Es necesario haber deshumanizado radicalmente a un hombre, haberlo expulsado a golpes de la humanidad, para que sea tratado de un modo humanitario. "Terrorismo" designa la "inhumanidad" del que combate; "humanitarismo" designa la "humanidad" del que lo practica, y la idea misma del "humanitarismo" exige de algún modo la discontinuidad ontológica del beneficiario: se es humano con los humanos, pero humanitario con los perros abandonados. Es difícil imaginar mayor cinismo, mayor crueldad que la que entraña esta magnífica paradoja de la moral de nuestra tribu: los mismos que privan a un hombre de su humanidad, luego le dispensan cuidados humanitarios. Pienso en el caso terrible de Ali Ismain, el niño iraquí al que los compañeros brigadistas visitaron en el hospital a los pocos días de comenzar los bombardeos sobre Bagdad. Un misil estadounidense destruyó su casa, mató a sus padres, a sus hermanos y a toda su familia y le arrancó los dos brazos. Luego, en medio de una gran pompa mediática, los mismos que habían arruinado para siempre su vida le sacaron del país y le llevaron al mejor hospital de Kuwait. Cuando los estadounidenses se marchen, Ali Ismain dormirá en algún basurero de Bagdad y se apostará de día a la puerta del MacDonalds para recoger con la boca la limosna displicente de un nuevo rico. Sería ingratitud, y de las más negras, que se pusiera a pensar más bien en alguna forma para poder luchar sin manos.

En este verano del 2003 en el que redacto estas líneas, nuestros bravos legionarios humanitarios han partido para Iraq como fuerzas de ocupación y bajo la égida de Santiago Apostol, y los mismos que salieron a la calle hace seis meses para tratar de impedir la invasión hoy les desean suerte en su misión. Pero es que la invasión estaba mal y esto es sólo peor. Aquello era un crimen y esto, en cambio, es un crimen mayor. A veces las cosas son tan simples -decía al comienzo de estas páginas- que uno se deja llevar por el desánimo. No nos desanimemos. Iraq existe. Iraq resiste. Y ni todo el humanitarismo del mundo, con su simple y tranquilo desprecio del otro, podrá acallar la trágica complejidad -irreductible a las evidencias de los poderosos- de lo que está aún por venir. Estoy seguro de que nuestros filántropos armados volverán pronto a casa. Y que Ali Ismain aplaudirá con las dos alas que no pudieron arrancarle y hará el signo de la victoria -no sé- con dos risas, dos rabias o dos chorros de voz.

jueves, noviembre 04, 2010

EL GRAN CASINO EUROPEO

Spot producido por Enlazando Alternativas sobre las políticas aplicadas por la Unión Europea, como parte de la campaña contra la Europa del capital

miércoles, noviembre 03, 2010

Respuesta al manifiesto neoliberal sobre las pensiones de los cien economistas (I)

El Plural


El 11 de octubre publiqué una crítica al manifiesto de los cien economistas (Propuestas de Fedea: Hacia un sistema público de pensiones sostenible, equitativo y transparente), quienes han propuesto toda una serie de medidas que, en la práctica, disminuirán las pensiones públicas a fin de salvar el sistema público de pensiones, que suponen inviable. Publiqué mi artículo “Los errores del manifiesto neoliberal sobre las pensiones de los cien economistas” en El Plural (11.10.10), artículo que fue ampliamente reproducido en las redes de comunicación digital. (Estos cien economistas, por cierto, son los mismos que propusieron abaratar el precio del despido como manera de resolver el problema del desempleo). En mi artículo, que adjunto, señalaba los errores que el manifiesto contenía. El manifiesto basaba sus tesis de inviabilidad del sistema de pensiones en el hecho de que el gasto público en pensiones pasaría de ser un 9% del PIB ahora a un 15% en 2050, un porcentaje excesivamente alto –decía el manifiesto-, a todas luces excesivo. En mi crítica, señalaba y mostraba con datos empíricos, que aún cuando el porcentaje del gasto en pensiones aumentara seis puntos del PIB durante estos cuarenta años, el PIB crecería incluso más (sería 2.25 veces mayor que ahora), con lo cual, la tarta sería más del doble de la actual y, por lo tanto, habría más recursos para los no pensionistas y para los pensionistas. Añadía que de la misma manera que hace cuarenta años el gasto en pensiones era sólo 3% y ahora es 6 puntos más del PIB, sin que ello haya supuesto que tengamos ahora menos recursos para los pensionistas y para los no pensionistas, lo mismo ocurrirá dentro de cuarenta años. El cálculo de que el PIB sería en cuarenta años 2.25 veces mayor que ahora asumía que la productividad crecería un 1.5% por año (que es aproximadamente el promedio del crecimiento de la productividad durante los últimos cuarenta años). En realidad, es más que probable que el crecimiento sea mucho mayor debido a los enormes avances tecnológicos. Pero quería deliberadamente ser conservador en mis cifras para que no se me acusara de que estaba exagerando las cifras a mi favor.
En todas estas críticas, el lector verá que, como siempre hago en mis artículos, utilizo datos, sin retórica y, sobre todo, sin ningún insulto. Desde que volví del exilio estoy más que harto de la insolencia e insultos que caracterizan tanto al debate político como al académico español, y ello como consecuencia de una escasamente desarrollada cultura democrática.


EL INSULTO COMO RESPUESTA
Pues bien, uno de los que movilizaron más la colección de firmas de economistas en apoyo del manifiesto, y que tuvo mayor rol en la preparación del documento, el Sr. Jesús Fernández Villaverde, me contesta (sin citar mi nombre ni una vez) con todo tipo de insultos, característico de las derechas en este país. (Considero el neoliberalismo la ideología económica de las derechas en España) ¿Cuándo aprenderán a responder a las críticas sin insultar? Por regla general, no respondo a tal tipo de intervenciones –que se dan con gran frecuencia-, pero considero que la importancia del tema requiere responder, pues, en esta cultura, el silencio se malinterpreta como acuerdo o aceptación de la crítica.
En predecible estilo, el Sr. Jesús Fernández Villaverde (a partir de ahora JFV), me insulta, indicando que “no entiendo mucho de economía”. Procedo de una familia y de una cultura que desaprueba hablar de uno mismo. Pero como se me acusa de ignorante en economía, debo aclarar que he sido durante más de cuarenta años Catedrático de Políticas Públicas -un área de conocimiento que se basa en Ciencias Económicas y en Ciencias Políticas- en la The Johns Hopkins University (una de las mejores universidades de EEUU), habiendo sido propuesto como Catedrático Extraordinario de Economía Aplicada en la Universidad Complutense, y más tarde haber ganado, por oposición, una Cátedra de Economía Aplicada en la Universidad de Barcelona, y más tarde, otra, también por oposición, de Ciencias Políticas y Sociales (en la Universidad Pompeu Fabra) dirigiendo el programa conjunto en Políticas Públicas patrocinado por tal Universidad y por la The Johns Hopkins University, de la cual continúo siendo profesor. Y según el estudio de españoles más citados en la literatura científica internacional del Lauder Institute of Management and International Studies of the University of Pennsylvania, soy, junto con los economistas Jordi Galí y Andreu Más Colell, el economista (y en mi caso, también, politólogo) más citado en la literatura científica internacional. Pido disculpas al lector por esta nota biográfica, que es incómoda para mí escribirla, pero el nivel de mezquindad del que las derechas en este país son capaces es enorme. En lugar de referirse a los argumentos, intentan, siempre, sin ningún límite ético, atacar al que los realiza, mintiendo y falsificando información.


LA IMPORTANCIA DE LA PRODUCTIVIDAD EN LA SOSTENIBILIDAD DE LAS PENSIONES
Pero volvamos ahora a lo que es más importante: los argumentos. El manifiesto y JFV en su respuesta, minusvaloran el papel importante que para la sostenibilidad del sistema de pensiones tiene el crecimiento anual de la productividad, añadiendo, en un tono alarmista (que caracteriza al manifiesto y la respuesta de JFV), que “el crecimiento de la productividad de 1997 a 2007 fue prácticamente nulo”. Esto no es cierto. Según los datos de productividad comparables del conocido y respetado Groningen Growth and Development Center la productividad en España (productividad laboral por hora trabajada, labour productivity per hour worked) creció un 6.4% entre 1997 y 2007, y un 10% entre 1997 y 2009. Pero una manera mejor de ver las variaciones de la productividad es escoger cambios de periodos más largos, pues la gran variabilidad del crecimiento económico –con los altibajos que han caracterizado a la economía española- hace aconsejable que para ver los cambios de la productividad a largo plazo se consideren grandes periodos. Pues bien, entre 1979 y 2009, la productividad laboral horaria creció un 77%, lo cual es una cifra más que respetable. Y es de un pesimismo exagerado creerse que la productividad no aumentará en cifras comparables, o incluso mayores durante los próximos años.
La evolución de la productividad es un factor clave para saber si tendremos recursos para financiar las necesidades de la ciudadanía, incluyendo las pensiones. Hace cuarenta años se necesitaba que el 18% de la población adulta trabajara en la agricultura a fin de alimentar a toda la población española. Hoy, con sólo el 2% se produce más alimento que hace cuarenta años producía el 18%, y ello como consecuencia de que ahora un trabajador agrícola (debido al crecimiento de su productividad) hace lo que cuarenta años atrás hacían 9 trabajadores agrícolas. Fíjense el ridículo que hubiera significado que cien economistas hace cuarenta años hubieran alarmado a la población indicando que dentro de cuarenta años la población en España se moriría de hambre porque la gente que trabajaba en el campo estaba disminuyendo.
Pues bien, saquen alimento y pongan pensiones y verán lo ridículo de la aseveración que hacen los 100 economistas de que las pensiones no se podrán pagar dentro de cuarenta años porque disminuye el número de trabajadores por pensionista.


MÁS INCOHERENCIAS EN EL MANIFIESTO NEOLIBERAL DE LOS CIEN
Pero lo que es incluso más incoherente, es que JFV afirme que el hecho de que en el 2050 el PIB será 2.25 veces mayor sea un hecho irrelevante. Encuentro esta afirmación sorprendente. Si es así, ¿por qué el manifiesto presenta como alarmante el hecho de que las pensiones serán el 15% del PIB en 2050? De no importarle el tamaño del PIB, entonces que se gaste 15% u 9% del PIB debiera también ser irrelevante. El hecho, sin embargo, es que, lejos de ser irrelevante, es un dato enormemente importante, porque si la sociedad es mucho más rica (como lo será), quiere decir que tendrá muchos más recursos para los no pensionistas así como para los pensionistas, de la misma manera que la España de hoy tiene muchos más recursos que los que tenía hace cuarenta años. Como he dicho antes, hoy nos gastamos más del triple del PIB en pensiones que hace cuarenta años, y ello no quiere decir que las pensiones sean peores o que haya menos recursos para los no pensionistas. Considerar como alarmante que dentro de cuarenta años nos gastemos un 15% del PIB y luego decir que el tamaño del PIB es irrelevante es una enorme incoherencia, para ponerlo de una manera amable.

EL TEMA NO ES AUMENTAR IMPUESTOS O NO, SINO CUÁNDO Y CÓMO SE INCREMENTAN
Pero, parece que lo que preocupa más al manifiesto y a JFV es que el crecimiento de las pensiones públicas pase del 9% actual al 15% en 2050, lo cual significará una subida de 6 puntos del PIB en impuestos y cotizaciones sociales en cuarenta años, que duda que la economía pueda producir. De ahí que prefieran que no se suba este porcentaje (mediante una reducción muy notable de las pensiones) y que se retrasen las jubilaciones dos años más. Por lo visto, JFV no se da cuenta de que hacer que los trabajadores trabajen dos años más, significa un enorme aumento de los impuestos y cotizaciones sociales. La pregunta que debe hacerse es ¿qué prefiere la población: ir pagando estas cotizaciones, que irán aumentando, consecuencia del aumento del salario y de la productividad y jubilarse a los 65 años, o no incrementar sus cotizaciones sociales y en cambio retrasar la edad de jubilación en dos años, pagando impuestos y cotizaciones sociales por dos años más? O en otras palabras, ¿qué prefiere la población, que se vayan aumentando gradualmente las cotizaciones sociales (resultado del aumento de los salarios y de la productividad) durante cuarenta años y jubilarse a los 65 años, o recibir menos pensiones, retrasar la edad de jubilación dos años y continuar pagando impuestos y cotizaciones sociales durantes dos años más? Toda la información que tenemos apunta a que la población en la mayoría de países de la OCDE prefiere la primera solución.

EL SESGO NEOLIBERAL EN LA DEFINICIÓN DE EQUIDAD
Pero donde JFV muestra mayor insensibilidad y reflejan su sesgo neoliberal es su definición de equidad y justicia, en el cual está ausente el concepto de solidaridad, no sólo intergeneracional (parece desconocer las encuestas que muestran que los hijos no desean que se recorten los beneficios laborales y sociales, incluyendo las pensiones de sus padres) sino de clase social. En realidad, sus propuestas incrementarían todavía más las enormes desigualdades que existen en los beneficios sociales (como las pensiones) por clase social. En España un burgués vive diez años más que un trabajador no cualificado con más de cinco años en paro. Y las pensiones del primero son más generosas que las del último. Es profundamente injusto que se obligue al último a trabajar dos años más para pagar las pensiones al burgués que le sobrevivirá diez años.
En EEUU, uno de los economistas que ha trabajado más en el tema pensiones, acaba de publicar un informe “The Impact of Income Distribution on the Lenght of Retirement”. “Center for Economic and Policy Research”. Oct. 2010, en el que muestra el crecimiento de la esperanza de vida en la población estadounidense por nivel de renta para distintas cohortes. Y muestra como la mayoría del crecimiento de la esperanza de vida a partir de los 70 años se ha concentrado en las rentas superiores, siendo tal crecimiento relativamente menor en las rentas inferiores. En realidad, Dean Baker muestra que para estas rentas, el alargamiento de la edad de jubilación a los 67 años significa una reducción considerable de tiempo de jubilación, de manera que tendrán un tiempo de jubilación incluso menor que sus abuelos,. No existen datos en España que hubieran permitido hacer estos estudios en cohortes por distintos periodos, pero es muy probable que la situación sea semejante, pues España es, junto con EEUU, el país que tiene mayores desigualdades de renta y mortalidad entre los países de la OCDE (el club de países más ricos del mundo).

Me extenderé en cada uno de estos puntos y otros en la respuesta al manifiesto de los cien economistas que Juan Torres, Catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla y yo publicaremos en la colección Attac, continuación de un libro anterior, titulado “¿Están en peligro las pensiones públicas?”, ATTAC, 2010.
Una última observación. El manifiesto neoliberal de los cien economistas ha tenido una enorme visibilidad mediática en España, como consecuencia del enorme dominio que el pensamiento neoliberal tiene en la cultura mediática de los mayores medios de información y persuasión del país. He vivido en varios países (Suecia, Gran Bretaña y EEUU) a lo largo de mi exilio, y en ninguno hay tan escasa diversidad ideológica en los medios como en nuestro país, situación que adquiere dimensiones asfixiantes en los temas económicos. La falta de visibilidad de voces críticas de la sabiduría convencional es consecuencia de ello. En realidad la censura y marginación de estas voces es constante. De ahí lo injusto de la aseveración de Ignacio Sánchez Cuenca, que en su artículo “Sí, pero…”, de El País (28.10.10) haga la observación de que “resulta chocante que en España no tengamos un Krugman local”. Sánchez Cuenca ignora que los tenemos. España tiene excelentes economistas críticos del pensamiento neoliberal: Juan Torres, Catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla; Carlos Berzosa, Catedrático de Economía de la Complutense, y Rector de aquella Universidad, y muchos otros, han criticado extensamente el dogma neoliberal. Pero están vetados en los medios de mayor difusión, en sus páginas económicas. Y es fácil comprobarlo. Miren el número de artículos que han aparecido en aquellos medios y verán que ni uno aparece con su firma, y no es porque no los hayan escrito. Decía Gramsci que el dominio de la burguesía se hacía a través de la hegemonía que el pensamiento burgués tiene en los medios que controlan, que son la mayoría. La visibilidad del manifiesto neoliberal, financiado y patrocinado por la banca (el grupo fáctico más poderoso del país) no se debe a su fortaleza intelectual (que es escasa), sino a que refleja aquella hegemonía en los medios que lo promueven.
La falta de visibilidad mediática de voces críticas refleja, no sólo la escasa diversidad ideológica de los mayores medios de difusión y persuasión, sino también su escasa cultura democrática. Y de ahí que por lo visto, incluso un académico tan conocedor de la realidad española, como el señor Sánchez Cuenca los desconozca.